Somos niños,
lo que pasa es que ahora cobramos un sueldo
(de la película «Los amigos de Peter»)
Hay instalaciones en las que uno entra, como en un tobogán, sabiendo que las escaleras habrá que subirlas pero, una vez arriba, todo fluye y se desliza. El trabajo corre, ríes, disfrutas. Son de esos días, que, en cuanto miras para otro lado, el destornillador baila con el gato al son sabrosón del mazo, los tornillos se alinean, las neuronas se entrelazan, subes, bajas y terminas la jornada como un chaval, cansado pero con ganas de más. Te apetece entonces conectar con tu equipo, mandar unas fotos y contar lo que has visto.
Hay, sin embargo, lugares a los que vamos que parecen uno de esos patios, en los que siempre hay un niñato dispuesto a fastidiar. Uno de esos que envenenan el juego, organizan del revés, mandan sin saber, figuran sin hacer y pasean su trasero por su pequeño cortijo dejándolo todo perdido. Cuando esto ocurre se acaba la fiesta y, ante el gilimamarracho, uno no sabe si sentir lástima o mandarlo a la mierda. Entonces, no hay más remedio, hablas con un compañero, echas unas risas y cuatro tacos, te desatascas y sigues jugando por dentro y sonríes por fuera a ese pobre idiota que pretende ser un profesional, sin haber llegado siquiera a ser adulto.
Me gustan los ascensores, porque son como toboganes pero con más tornillos. Me gusta el patio, me gusta mi trabajo, me gusta jugar en equipo. Soy ascensorista, ascensorista de guardia a su servicio.