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Ascensorista de Guardia


Trabajar de oído

Los ascensores, para quien tiene el oído educado,
hacen algo más que ruido, casi música, mucho ritmo:

El motor, cuando no anda fino,
ronca, berrea o brama incapaz
(parece lo mismo pero no es igual);
los relés chascan,
los contactores tabletean y,
los que fallan,
ratean como metralletas.

Los amarres de las guías crujen,
la rozaderas sin aceite rugen,
las poleas chirrían,
los muelles rechinan,
el aceite gorgotea,
las bombas, bombean (ni laten, ni explotan, ni truenan).

Las zapatas zapatean,
las levas golpetean,
los chasis viejos traquetean,
las chapas sueltas castañetean,
los sensores apenas cliquean;

Los goznes graznan,
el pesacargas pita,
los ventiladores zumban,
el acuñamiento retumba,
los variadores gorjean,
la alarma ulula enconada,
aunque le dibujen una campana.

Los pasajeros susurran,
los escaladores resoplan
los desentrenados jadean,
los atrapados bufan,
los rescatados suspiran,
los ascensoristas se esmeran
para dirigir la orquesta
desde lo alto de la escalera.
Allí estoy yo,
con las orejas abiertas para averiguar qué puede ser
ese recurrente tiqui-tiqui cotidiano que el cliente me cuenta.

Hoy soy músico diletante, afinador de ascensores, ascensorista de oído, a su servicio.

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