Vengo de una jornada organizada por la Federación Empresarial Española de Ascensores. Ha sido un día intenso, el evento ha sido preparado con mimo, las distintas presentaciones y ponencias se han sucedido con fluidez. El tema interesante, la gente interesada, el programa apretado, el ritmo vivo. Había un gran equipo detrás, muy buenos profesionales con ganas de comunicar y talento para hacerlo.
El último acto, previo al cocktail de despedida era la entrega de un premio, un precioso galardón con su diploma de reconocimiento por la aportación al sector.
La sorpresa, casi a traición y con la confabulación de unos pocos allegados, es que este reconocimiento era para mi. Todavía estoy emocionado y perplejo. Siento tantas cosas a la vez… orgullo, timidez, arrojo, humildad, sorpresa, agradecimiento y cariño, especialmente un gran cariño que andaba agazapado y que, de pronto, se manifiesta en todo su calor y con todo su color. «Sois la hostia» no es quizás el agradecimiento más fino que pueda expresarse pero sí el más inmediato.
Un antropólogo, Marcel Mauss, en su obra «Ensayo sobre el don» analizaba las formas de intercambio en diversos contextos culturales. Descubría en todos ellos la existencia de una triple obligación: la obligación de dar, la obligación de recibir, la obligación de devolver.
Obligación de dar. Dar algo de mi, dar algo de mi tiempo, dar tiempo al tiempo, dar ideas, dar ilusión dar horas de trabajo, dar algunas soluciones y algunos quebraderos de cabeza… Entiendo mi profesión y, en general, mi vida desde el servicio. Sé que algo de lo que puedo dar ha sido útil a otras personas, me siento orgulloso por ello y, a la vez abrumado porque a esta obligación de dar, que comparto con tantos otros, alguien le ha dado valor y un premio.
No es difícil dar cuando es tanto lo que he recibido. Recibir también es un deber, y son muchos los que con generosidad y paciencia me han enseñado en el estrecho espacio de la «universidad del hueco», en grupos de trabajo, en el aula, a veces entre risas, a veces a cabezazos, con la tiza, la maceta, la llave o el ordenador… He recibido cuanto sé y cuanto soy de quienes se afanan en los techos de los ascensores y bajan a los fosos, de «mis mayores», de jóvenes que empiezan y también de mucha otra gente con las que hemos ido compartiendo proyectos y trayectos ¡hay tanto por aprender de uno y otro lado!
Es ahora, cuando trato de digerir la sorpresa del premio, también momento de devolver, cerrar este círculo de intercambios, celebrar el don, retornarlo a su legítimo propietario que es, ineludiblemente, una tribu, una comunidad, el inmenso grupo de familiares, amigos y colegas que, sin duda, hicieron posible cuanto parece que uno ha hecho.
El don, el premio, sois vosotros y vosotras, son ellas y ellos, yo soy un ascensorista, ni más, ni menos, privilegiado y orgulloso ascensorista de guardia a su servicio.